Hace algún tiempo que me hice de un amplio surtido de menaje para llenar los cajones de la cocina de mi piso de alquiler. Cocinar para uno solo suele ser complicado. Y por eso en ese surtido entraron varias fiambreras donde repartir las sobras y poder comerlas en otro momento. Las preferí de cristal, por aquello de lo que dicen del plástico, que va dejando residuos en los alimentos por su desgaste, a pesar de ser algo más caras y difíciles de almacenar.

Como Murphy suele hacer de las suyas, a las pocas semanas de tenerlas al uso, la que más me gustaba se me resbaló de las manos mientras fregaba. Con tal mala suerte que dio, ya enjabonada, con el filo de granito de la pila. Y se hizo añicos, claro.
Qué pena me dio. Porque era genial, tenía la capacidad exacta de una ración. Sin olvidar la pobre tapa, que sí era de plástico, y que tras la catástrofe doméstica se había quedado huérfana. Con sus cuatro cierres, su orificio para la salida de vapores y su filo engomado carmín, la pobre.
Mi fiambrera de la tapa roja
No podía quedarme sin ese utensilio esencial en casa. Así que no tardé mucho en comprarme otro recipiente que me procuré igualito, para suplir el vacío que dejó en la despensa el táper de la tapa roja. Desde entonces, mi “nueva” fiambrera y yo hemos convivido sin problemas durante meses y años, con alguna precipitación involuntaria sin mayores consecuencias, y con absoluta normalidad.
Lo extraño del caso ha llegado con el encierro. Porque después de más de dos meses de confinamiento, el táper de la tapa roja ha debido sufrir mitosis: en vez de uno tengo tres. A ver, misterios aquí hay pocos: es verdad que a casa han llegado potajes, pucheros, croquetas y otras delicias de estraperlo cuyos remitentes no voy a identificar aquí por temor a que aún pueda caer sobre ellos el peso del estado de alarma. Eso sí, que conste que en su reparto se respetaron tanto el distanciamiento social como las medidas higiénico-sanitarias, con todo el dolor de mi corazón.
La cosa es que los dos nuevos táperes de tapa roja que ahora tengo de más no son de nadie. Con lo que somos los cocinillas con nuestros cacharros… Ni los reclaman sus posibles dueñas (o dueños, por ampliar el foco), ni admiten que sean suyos porque afirman que ya reposan en sus respectivas despensas. Entonces, ¿qué ha pasado aquí?
Lo del táper no es lo único raro de la cuarentena
Dirás que Araceli está fatal, que se nota que ya le va haciendo falta salir un poquito de casa, que se la ido la cabeza y que ahora le ha dado por usar el blog para contar tonterías de fiambreras. Pero el blog es mío, y escribo de lo que quiero, ¿no?
Además, no ha sido lo único chocante que me ha pasado durante el confinamiento. Pasadas algunas semanas, he optado por permitirme este puntito de humor a la introducción de la otra historia extraña de mi cuarentena. Me refiero al día en que un compañero de profesión me señaló con el dedo en su medio y en sus redes por haber lanzado el comunicado de un cliente, cuyo contenido se convirtió en noticia a nivel nacional.
Tal cual. Yo eso no lo he visto eso en mi vida.
Pero he decidido no ahondar en las explicaciones básicas que creo que tienen ambos casos y, en el segundo, agradecer la publicidad gratuita y el apoyo de otros compis.
Si algo me ha enseñado esta crisis sanitaria es a tener paciencia, a valorar lo importante y a aprovechar el tiempo. Ya lo decía el tanguillo, con las bombas que tiran… si alguien me ahorra pensar el disfraz del año que viene, pues mira qué bien. Y si en vez de uno, ahora tengo tres táperes con tapa roja, pues maravilloso.